¿Por qué destruir en lugar de construir?

Durante siglos, las sociedades en todo el mundo han contemplado la transformación de sus espacios urbanos, acoplándose a las nuevas concepciones de ciudad que han evolucionado desde la Revolución Industrial hasta llegar a las llamadas ciudades inteligentes o Smart Cities, creándose modelos de ciudades en donde el respeto por el otro y la sostenibilidad, apuntalan un espléndido futuro para próximas generaciones. A pesar de estas expectativas, en gran parte de las ciudades del mundo se ha perdido biodiversidad y áreas para el disfrute humano, pero en especial, espacios para relacionarse con otros seres humanos, acción esta que es fundamental dentro de cualquier proceso de socialización.

Con el advenimiento de los conflictos sociales, las ciudades han sido protagonistas de numerosos choques y manifestaciones en procura de soluciones, pero también espacios para el encuentro y el consenso. En el caso de América Latina y el Caribe, las ciudades han crecido a la par de los impredecibles modelos de desarrollo que se han implementado en la región, cumpliendo su rol fundamental y acoplándose a los escenarios culturales y sociales de regiones que tambalean ante cualquier variación de sus economías o como estaba previsto, a la aparición de una pandemia como la ya conocida COVID-19.

Por consiguiente, como se había reseñado en diversos medios e instancias, el impacto económico de la pandemia ya era una acción esperada y difícil de ocultar, más aún con las debilidades estructurales que muestran todos los países de América Latina y el Caribe. Por ende, las repercusiones sociales que habían sido pronosticadas ante la pérdida de empleos, el cierre de establecimientos comerciales y una transformación digital apresurada de muchas empresas, dieron al traste con las aspiraciones de muchos trabajadores que no imaginaron estos cambios bruscos en su devenir diario. Así pues, este descontento social comienza a mostrarse sin considerar que la tragedia ocasionada por la COVID-19 aún no culmina, razón por la cual, las medidas de precaución no deben descuidarse, más aún con la fragilidad que aun presentan nuestros sistemas sanitarios y la evolución de un virus que sigue desgarrando la vida de millones de habitantes en el mundo.

Tras los hechos de violencia y el vandalismo representado en la destrucción de bienes públicos como edificios, sistemas de transporte públicos, parques y espacios para la recreación, se suman a los saqueos a supermercados y comercios que desvirtúan las indiscutibles motivaciones de una sociedad con altos rasgos de pobreza y desigualdad, pero que no progresa destruyendo en corto tiempo, lo que, con esfuerzo de muchos y dinero de nuestros impuestos, ha costado décadas construir. Las inmensas inversiones monetarias que se necesitarán para reconstruir lo que la anarquía destruyó, deberían ser invertidos en mejores hospitales, parques, u otros espacios donde se disfrute plenamente de la ciudadanía, pero en especial, ayudar a diseñar nuevos programas de emprendimiento que permitan recuperar fuentes de empleo perdidas tras la COVID-19.

Si bien la concepción de la concepción de ciudadanía es de vieja data, las transformaciones políticas acaecidas en el pasado siglo en América Latina y el Caribe, no han logrado cristalizar una evolución social en donde se logre consolidar, sociedades con la capacidad de discernir, pero también con la capacidad de participar en la construcción de mejores, respetables y equitativas sociedades.  A pesar de nuestra posición no discutible como ciudadanos, esta condición también tiene un costado que sobrepasa el marco legal y objetivo, ya que esta ciudadanía se construye con el esfuerzo de todos y no simplemente se enarbola en una norma o manifiesto.

Por ende, crecer como ciudadanos en lugar de seres irracionales que actuamos en procura de un bienestar personal y no colectivo, conlleva a reflexionar sobre ¿Qué somos? Y ¿Qué aspiramos como sociedad?, en donde el cuestionamiento en la forma como resolver nuestras diferencias, sea parte de las enseñanzas en todos los espacios públicos y privados. A tal efecto, es menester recordar lo expuesto por Raffino (2019), en cuanto a lo que se espera que un “Buen Ciudadano” realice:

  • Cumplir con las obligaciones del país (tributarias, legales, democráticas)
  • Actuar con educación y respeto por el prójimo, muy especialmente con los ancianos, los niños y los discapacitados.
  • Involucrarse en la toma de decisiones que se deben dar en el seno de la sociedad, participando en las instancias que tiene a su disposición y organizándose para expresar los problemas que aparezcan.
  • Ayuda a cuidar el ambiente en el que vive, preocupándose así por las próximas generaciones.

Por otra parte, las generaciones presentes deben valorar el esfuerzo de millones de antecesores en la construcción de las ciudades, no solo de sus edificaciones, sino de sus instituciones, sus normas y las libertades alcanzadas tras décadas de guerras y dictaduras que desangraron a millones de familias. Por ende, la tolerancia, el respeto, la consideración, la convivencia y la ciudadanía, son algunos de los descriptores que describen a una sociedad del siglo XXI, en la cual nos vanagloriamos de hablar de ciudades inteligentes, sostenibilidad y Globalización,  pero por otra parte no somos capaces de resolver nuestras diferencias y aprender a exigir nuestros derechos sin llegar a destruir los pocos cimientos que durante décadas recientes, nos han permitido tener mejores condiciones de vida a pesar de los desaciertos de muchos gobernantes.